Quien hubiese ingresado en la Orden del Temple, ya sea en Europa, en Chipre o en Tierra Santa, sabía que había dejado el mundo para siempre, como hacen los religiosos. Desde ese momento, debían santificarse por medio de la Regla de la orden y de los votos, cosa que no era algo sencillo para nobles venidos del mundo. Se entiende entonces, que uno de los más difíciles para cumplir fuese el de obediencia, por medio del cual, el religioso somete su voluntad al superior en todo lo que no sea pecado y por amor de Dios.

La obediencia del templario, amén de ser una virtud y un voto, era una necesidad imperiosa en un lugar donde el medio de santificación principal estaba constituido por la vida militar, de allí que, para despertar a los incautos o amedrentar a los vanidosos, el maestre (título que se le daba al superior de la orden) alertase frente a todo el Capítulo, al aspirante que deseaba abrazar este género de vida:

«Noble hermano, gran cosa pedís, pues de nuestra religión no veis más que la corteza que está fuera, mas esa corteza es que nos veis poseer hermosos caballos y bellos arneses, nos veis bien beber y bien comer, y bellamente ataviados, y os parece que aquí estaréis muy a placer. Mas no conocéis los fuertes mandamientos que contiene, pues es cosa extraña que vos, que sois señor, os hagáis siervo de otros, pues con gran dificultad haréis cosa que vos queráis. Si queréis estar en la tierra de este lado del mar [en Occidente] seréis mandado al otro lado. Si queréis estar en Acre, seréis mandado a la tierra de Trípoli, o de Antioquía, o de Armenia… o a otras tierras en las que tenemos casas y posesiones. Y si queréis dormir, se os hará velar, y si queréis por ventura velar, se os mandará que vayáis a reposar en vuestro lecho».

El fin inicial de la orden, la defensa de los peregrinos, comenzó a verse desbordado desde el momento en que las tropas musulmanas continuaban acechando los territorios reconquistados para la Cristiandad; fue así como estos monjes-guerreros comenzaron a ser verdaderas tropas de élite indispensables. Era tal la bravura de sus hombres, tal la honradez en el combate y fuera de él, que hasta sus mismos enemigos los alababan: «Los caballeros eran hombres piadosos, que aprobaban la lealtad a la palabra dada», declaraba Ibn-al-Athir. Eran, al decir de un cronista árabe: «los guerreros más prudentes del mundo».
Eran hombres realmente disciplinados pues el incumplimiento de los votos en materia grave y escandalosa, podía ser motivo de expulsión de la orden y de graves castigos; todos los templarios estaban obligados por la Regla a obedecer incluso en el campo de batalla sin poder rendirse jamás: «el caballero debía aceptar el combate, aunque fuese uno contra tres», se mandaba; y los reglamentos eran tan severos que sólo a regañadientes autorizaban a acudir en ayuda de algún caballero que, «alocadamente», se hubiese apartado de la compañía y sólo si «su conciencia se lo ordenara» para «volver a su fila noblemente y en paz». Es decir, a pesar de la obediencia, siempre se salvaguardaba el ámbito de la conciencia recta.

En cuanto a los bienes del Temple y el voto de pobreza, mucho se ha dicho. Veamos qué prescribían sus reglamentos : comían carne tres veces por semana y lo que sobrase debía ser entregado rigurosamente a los pobres. Las vestimentas debían ser similares y del mismo color para no hacer diferencia ni fomentar la vanidad en estos antiguos nobles: ropa blanca o negra, o de buriel (parda) con el manto blanco, significando la castidad que es «seguridad de ánimo y salud de cuerpo»; los ropajes «no deben tener superficialidad alguna ni soberbia», estándoles prohibido llevar pieles, salvo de cordero o de carnero. El equipo completo del caballero incluía la cota de malla, el yelmo y los demás elementos de la armadura: cota de armas, espaldarcete y calzado de hierro. Sus armas eran la espada, la lanza, el mazo y el escudo. También llevaban tres cuchillos: uno de armas, otro para el pan y una navaja. Los caballeros podían tener una manta para el caballo, dos camisas, dos calzones y dos pares de zapatos. Dos mantos: uno para el verano y otro, forrado, para el invierno. Llevaban una túnica, una cota y un cinturón de cuero. Se especificaba en la Regla que se debía evitar cualquier concesión a la moda. Su cama se componía de un jergón, de una sábana y de una manta. Además, un grueso cobertor blanco o negro, o a rayas. Se preveían asimismo las bolsas necesarias en período de expedición, para guardar su equipo de armas o sus ropas de noche. Disponían de una servilleta de mesa y de una toalla para el aseo.

Estos caballeros que ahora parecían mansos corderos en la paz y tremendos leones en la guerra, no habían nacido como se los conocía. El mismo abad de Citeaux se ocuparía de recordarles su origen para evitar todo tipo de vanagloria ante los aplausos que recibían del mundo: «Lo más consolador y extraordinario —decía— es que, entre tantísimos (…) son muy pocos los que antes no hayan sido unos malvados e impíos: ladrones y sacrílegos, homicidas, perjuros y adúlteros. Por eso, su marcha acarrea de hecho dos grandes bienes y es doble también la satisfacción que provocan: a los suyos, por su partida; a los de aquellas regiones, por su llegada para socorrerlos (…). Pues Cristo puede vengarse también de sus enemigos de dos maneras a su vez: primero vence a sus mismos soldados con su conversión, y después se sirve de ellos habitualmente para conseguir otra victoria mayor y más gloriosa» .

García-Villoslada comenta que, en lo personal «vivían pobremente, con tanta escasez, que Hugo de Payns y Godofredo de Saint-Audemar no disponían más que de un caballo para los dos» esta misma imagen, tomada de aquí o de otro episodio, se representaría en el sello de la orden donde se muestran dos caballeros en una misma cabalgadura.

En cuanto a los bienes de la orden, gracias a las donaciones recibidas y las haciendas entregadas a título de encomiendas, los templarios podían vivir su vida religiosa y militar con total independencia. Tal era la confianza en su administración que, según los economistas, fueron ellos mismos los fundadores —sin saberlo— de las letras de cambio, como veremos más adelante. Una de las haciendas de los templarios, intervenida en 1307 al momento de la supresión de la orden y en la misma ciudad donde se fundó (Troyes) permitiría ver cómo se manejaban. Allí, en un inventario realizado, se leen los siguientes bienes:
Para uso de las personas, hay ochenta mantas y cojines, veinte pares de sábanas de cama (viejas, según especifica el inventario), seis sargas (lo que llamamos colchas) y un cobertor (malo). En la cocina se encuentran cuatro ollas de metal y una grande, además de dos ollas agujereadas. También hay «una jofaina para lavarse las manos y una bacía de barbero». La batería de cocina incluye asimismo tres sartenes de mango y otras dos también de mango, y una paila de hierro, dos morteros, dos majas y «cinco viejas copas de madera», seis pintas, dos cuartillos de estaño y diez escudillas de estaño «grandes y pequeñas». Sólo se mencionan los utensilios de metal, como ocurre en numerosos inventarios, lo que sugiere que no se tomaban la molestia de tener en cuenta los utensilios comunes de barro. También los objetos de la capilla se ven enumerados: dos cruces de «Limoges» (es decir de cobre esmaltado), dos aguamaniles, uno de cobre y otro de estaño, un misal, un antifonario, un salterio, un breviario y un ordinario. El mobiliario de la capilla incluye dos candelabros de hierro y dos de cobre, y un cáliz de plata dorada. Además, «tres receptáculos que contienen reliquias». Finalmente, hay ropa de altar: tres manteles y tres pares de ornamentos «suministrados todos ellos para celebrar en el altar», es decir la vestimenta litúrgica del celebrante. Además, una pila de agua bendita y un incensario, ambos de cobre…

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